¡Qué le den!.
9 de agosto de 2024
El “co co co come-co-cos”.
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No puedo cambiar su vida

Es fácil aconsejar a otra persona sobre cómo enfocar su vida desafortunada. Consolar a quién se siente desgraciado diciéndole algo así como “tienes que tirar pa alante”. Debe ser que venden gratis la habilidad de dar consejos vacíos como ese, y por eso la tenemos todos. Hasta parece que nosotros mismos nos creemos que con el eco poderoso de esas palabras nuestras que no dicen nada, vamos a conseguir cambiar el estado de ánimos de quien está sufriendo una fatalidad tras otra. No es mi forma mostrarme piadoso ni compasivo con consejos facilones para el que es perseguido por el infortunio. Soy más bien objetivo y duro con la realidad. Las personas que se sienten desgraciadas, son en la mayoría de los casos desgraciadas. Las personas que piensan que su vida es una mierda, tienen muy frecuentemente una vida de mierda. Suelen tener razón. No son ignorantes ni bobas. Nuestras palabras de consuelo pueden hacerlas pensar que las tomamos por tontas, y hasta molestar a veces. Quizás no existan los gafes, ni la mala suerte. Pero es obvio que algunas personas acumulan una amplia colección de desgracias.

Me fui con mi hermana Marga a tomar una cerveza a la terracita de un bar una noche de verano. Y por hablar de algo me hizo un breve recordatorio de la evolución de su vida. Su maravillosa vida. Se casó al terminar sus estudios de medicina en Murcia, con Salvador, el que era su novio desde pocos años antes y compañero de carrera. No tardó en llegar la niña. Salvador, aprobó unas oposiciones de médico del mar, en Barbate, Cádiz. Así que Marga, con esposo e hija marchó desde Murcia a Barbate para vivir allí en familia. Y pronto vino un hermanito pequeño para la niña. La parejita. Papá, mamá, niñita y niñito. Se especializó Marga en psiquiatría. Nueva mudanza de Barbate a Algeciras. Y allí se estabilizó el grupo. Pues a echar raíces. Trabajo de médico del mar el padre, y la madre de psiquiatra en el hospital y en su clínica privada. Compran coches, compran un piso enorme, compran otra casa céntrica, compran una parcela con chalecito y piscina en las afueras. Y los niños crecen preciosos. Todo florece con felicidad.

Bebí un traguito de cerveza a la vez que mi hermana Marga, haciendo el típico intermedio de un teatro en el que te aconsejan “visite nuestro bar”. Que rica está la cerveza y que feliz te hace. Pero mi hermana no era la actriz protagonista en ningún teatro. Andaba por la vida real. Y la vida real, demasiadas veces para mucha gente, y quizás para todos antes o después, se torna bien jodida. Y mi hermana me contó su segunda parte.

Su marido le fue infiel con su oftalmóloga, y como el pobre no veía bien, mi hermana colaboró con sus propios cuernos llevándolo una vez tras otra a la consulta de esa doctora donde recibía en privado buenos tratamientos, pero no para los ojos. Su hija se va a estudiar fuera, su hijo se va a estudiar fuera. Se separó de Salvador, que no veía lo que no quería ver. Pretendió rehacer su vida con un hombre catalán, Amadeu, un casado de picha grande en vías de separación que lo prometía todo sin dar nada. Aguantó con él hasta que descubrió que también le era infiel con una tercera, a la vez que se negaba a dejar a la primera, su mujer de toda la vida con la que fingía esa eterna intención de divorciarse. Al desengaño le siguió tiempo después una nueva relación, con Héctor. Este burgalés de Miranda del Duero estuvo a su lado durante el tratamiento que mi hermana recibió por un inesperado cáncer de mama. Cirugía generosa y quimioterapia. Consiguió cruzar el puente de tablas carcomidas más estrecho y peligroso, pero el proceso fue muy agresivo y sin posibilidad de reconstrucción estética. Se sintió mutilada. La oscura nube de una severa depresión encapotó su cielo. Una nube que se queda con ella para siempre. Es más desgarradora su depresión que los tremendos dolores continuos de todas sus articulaciones por la fibromialgia que se añadió a lo anterior. Y no hay antidepresivo eficaz para lo primero, ni analgésico suficientemente potente para lo segundo. No hay gafas lo bastante gordas como para devolverle la vista que perdió tras su última operación por desprendimiento de retina en uno de sus ojos. Su trabajo de psiquiatra pasó a la historia mucho tiempo atrás para no volver jamás. Su vida se arrincona en su sala de estar, esperando la llegada de una jubilación anticipada por enfermedad. Tiene que arrastrar la bolsa de pastillas que toma cada día para poder soportar la vida, porque son tantas y pesan tanto, que no puede levantarla del suelo. La pronunciada cuesta abajo aumenta su inclinación y caída añadiendo dificultades de todo tipo a su ya numerosa colección de adversidades. Se vislumbra una vejez complicada y triste, difícil de enfrentar para una persona con una depresión severa que la mantiene sin fuerzas, sólo las justas para plantearse si alcanzar cualquier interruptor que apague definitivamente la luz.

Marga no pudo controlar la voz para seguir contándome sus cosas, y se puso a llorar delante de mí mientras yo echaba más cerveza fresquita y rica en mi boca. Sí, bueno, iba a decirle eso de “tienes que tirar pa alante”, pero es que se me anudó la cerveza en la campanilla y atascó mis palabras a media glotis.

Mi hermana Marga no es una persona blanda. Su carácter es muy fuerte, y carga con todo de una forma sorprendente. Yo no sería capaz de soportar lo que ella digiere en una lucha continua para seguir levantando la cabeza cada vez que suena el despertador. Poniendo un punto final a su relato, me dijo:

“Tú sabes que si fuera por mí yo ya no viviría. Si no termino con mi vida es porque tengo hijos”.

Y volvió a llorar. Yo pensé en beber más cerveza, pero la verdad ya no estaba tan buena. Ella debía estar harta de los consuelos frecuentes de unos y otros, de esas omnipresentes palabras de ánimo de los que escapan así a una situación forzada en la que no saben que decir.

Me mostré impasible y frío. Insensible. No la compadecí. Y mientas su voz terminaba de temblar y sus ojos soltaban la última lágrima opté por hablarle yo de mi vida, abismalmente distinta a la suya y afortunada de principio a fin. Una vida que me quita el derecho de aconsejar gratuitamente a personas como mi hermana Marga. Y le conté mi intención de vivir mi jubilación, anticipada por decisión propia, en la playa. De madrugar sólo si me apetece. De dar largos paseos con mi mujer por la arena, descalzos y pisoteando las olas en la orilla bajo el sol. Agradecer cada día la buena salud que afortunadamente tengo. Gozar pensando en lo bien que estoy en mi casa. Permitir que un buen vino me mantenga ligeramente embriagado. Saborear cada comida y disfrutar al tragar. Inflarme sin complejos a churros con chocolate y a bocaditos de nata. Ir a conciertos de música alegre, a obras de teatro cómicas, a los cines que den películas sin fundamento de esas que no te hacen pensar. Ver programas absurdos de televisión los fines de semana por la tarde. Leer una novela erótica tras otra. Dormir buenas siestas. Hacerme selfies convencido de que la culpa de lo que veo es de mi móvil que no me favorece. Subir en bicicleta. Bajarme de vez en cuando la bragueta. Reunirme con mis amigos más sinvergüenzas y pelearme por pagar la cuenta. Reírme sin motivo. Burlarme de mí mismo. Escribir mis memorias de loco ilógico y descerebrado.

Noté una reacción positiva en Marga. Estaba mejor. Más animada al escucharme. Quizás le consoló compartir momentáneamente la felicidad de su hermano. Había terminado con su cerveza y mientras yo hablaba se había pedido otra. El ambiente en nuestra mesa había girado de lo malo a lo bueno, aunque sin hablar más de ella. No puedo cambiar su vida, pero puedo hacer que sean más agradables los ratos que está conmigo. Y los ratos que está conmigo también son pequeños trocitos de esa vida suya. Su gesto de tristeza había desaparecido al menos por una noche y sonreía mientras yo hablaba. Yo podía haber puesto un gesto apenado y haberle dado esa sólida solución a sus desgracias diciendo “tienes que tirar pa alante”. Podía haber dado vueltas a su condición de “pobrecita que necesita ser consolada por mí”. Pero no lo hice. No la consolé y di un revés a la conversación. Y viendo su reacción, creo que acerté.

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